Ómnibus
Julio Cortázar
—Si le viene bien, tráigame El Hogar cuando vuelva —pidió la señora
Roberta, reclinándose en el sillón para la siesta. Clara ordenaba las
medicinas en la mesita de ruedas, recorría la habitación con una mirada
precisa. No faltaba nada, la niña Matilde se quedaría cuidando a la
señora Roberta, la mucama estaba al corriente de lo necesario. Ahora
podía salir, con toda la tarde del sábado para ella sola, su amiga Ana
esperándola para charlar, el té dulcísimo a las cinco y media, la radio y
los chocolates.
A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los
umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa.
Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando
un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso
los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá,
mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batalla de gorriones sobre su
cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney le pareció más
roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo. Pasó don Luis,
el relojero, y la saludó apreciativo, como si alabara su figura prolija,
los zapatos que la hacían más esbelta, su cuellito blanco sobre la
blusa crema. Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su
seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera
en la esquina callada de la tarde.
Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar
el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacón y
compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes y
las frenadas. Dos veces le dijo Clara: “De quince”, sin que el tipo le
sacara los ojos de encima, como extrañado de algo. Después le dio el
boleto rosado, y Clara se acordó de un verso de infancia, algo como:
“Marca, marca, boletero, un boleto azul orosa; canta, canta alguna cosa,
mientras cuentas el dinero.” Sonriendo para ella buscó asiento hacia el
fondo, halló vacío el que correspondía a Puerta de Emergencia, y se
instaló con el menudo placer de propietario que siempre da el lado de la
ventanilla. Entonces vio que el guarda la segía mirando. Y en la
esquina del puente de Avenida San Martín, antes de virar, el conductor
se dio vuelta y también la miró, con trabajo por la distancia pero
buscando hasta distinguirla muy hundida en su asiento. Era un rubio
huesudo con cara de hambre, que cambió unas palabras con el guarda, los
dos miraron a Clara, se miraron entre ellos, el ómnibus dio un salto y
se metió por Chorroarín a toda carrera.
“Par de estúpidos”, pensó Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en
guardar su boleto en el monedero, observó de reojo a la señora del gran
ramo de claveles que viajaba en el asiento de adelante. Entonces la
señora la miró a ella, por sobre el ramo se dio vuelta y la miró
dulcemente como una vaca sobre un cerco, y Clara sacó un espejito y
estuvo en seguida absorta en el estudio de sus labios y sus cejas.
Sentía ya en la nuca una impresión desagradable; la sospecha de otra
impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras.
A dos
centímetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con
un ramo de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo
del ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros
miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que sostuvo
sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era más
difícil, no por la coincidencia de los ojos en ella ni por los ramos que
llevaban los pasajeros; más bien porque había esperado un desenlace
amable, una razón de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo
tenía); y sobre su comienzo de risa se posaban helándola esas miradas
atentas y continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.
Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos
en el estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta
de emergencia y su inscripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia
adentro y levántese, considerando las letras una a una sin alcanzar a
reunirlas en palabras. Lograba así una zona de seguridad, una tregua
donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recién asciende,
está bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está casi bien
que todos en el ómnibus tengan ramos. Pasaban delante del hospital
Alvear, y del lado de Clara se tendían los baldíos en cuyo extremo
lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos
amarillos con pedazos de sogas colgándoles del pescuezo.
A Clara le
costaba apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no alcanzaba a
alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía a dirigir una ojeada
rápida al interior del coche. Rosas rojas y calas, más lejos gladiolos
horribles, como machucados y sucios, color rosa vieja con manchas
lívidas. El señor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora no,
ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apretados en una sola masa
casi continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel
que se sentaban adelante en uno de los asientos laterales, sostenían
entre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no
eran pobres, iban vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas,
medias blancas tres cuartos, y miraban a Clara con altanería.
Quiso
hacerles bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas
fijas y también el guarda, el señor de los claveles, el calor en la nuca
por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro tan cerca, los
jóvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos de Cuenca terminan.
Nadie bajaba. El hombre ascendió ágilmente, enfrentando al guarda que
lo esperaba a medio coche mirándole las manos. El hombre tenía veinte
centavos en la derecha y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno
al escrutinio. “De quince”, oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el
guarda no cortaba el boleto, seguía mirando al hombre que al final se
dio cuenta y le hizo un gesto de impaciencia cordial: “Le dije de
quince.” Tomó el boleto y esperó el vuelto. Antes de recibirlo, ya se
había deslizado livianamente en un asiento vacío al lado del señor de
los claveles. El guarda le dio los cinco centavos, lo miró otro poco,
desde arriba, como si le examinara la cabeza; él ni se daba cuenta,
absorto en la contemplación de los negros claveles. El señor lo
observaba, una o dos veces lo miró rápido y el se puso a devolverle la
mirada; los dos movían la cabeza casi a la vez, pero sin provocación,
nada más que mirándose.
Clara seguía furiosa con las chicas de adelante,
que la miraban un rato largo y después al nuevo pasajero; hubo un
momento, cuando el 168 empezaba su carrera pegado al paredón de
Chacarita, en que todos los pasajeros estaban mirando al hombre y
también a Clara, sólo que ya no la miraban directamente porque les
interesaba más el recién llegado, pero era como si la incluyeran en su
mirada, unieran a los dos en la misma observación. Qué cosa estúpida esa
gente, porque hasta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con su
ramo y ocupaciones por delante, y portándose con esa grosería. Le
hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una oscura fraternidad sin
razones crecía en Clara. Decirle: “Usted y yo sacamos boleto de quince”,
como si eso los acercara. Tocarle el brazo, aconsejarle: “No se dé por
aludido, son unos impertinentes, metidos ahí detrás de las flores como
zonzos.” Le hubiera gustado que él viniera a sentarse a su lado, pero el
muchacho —en realidad era joven, aunque tenía marcas duras en la cara—
se había dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su alcance.
Con un gesto entre divertido y azorado se empeñaba en devolver la mirada
del guarda, de las dos chicas, de la señora con los gladiolos; y ahora
el señor de los claveles rojos tenía vuelta la cabeza hacia atrás y
miraba a Clara, la miraba inexpresivamente, con una blandura opaca y
flotante de piedra pómez. Clara le respondía obstinada, sintiéndose como
hueca; le venían ganas de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y
total por nada, por no tener un ramo); notó que el muchacho parecía
inquieto, miraba a un lado y al otro, después hacia atrás, y se quedaba
sorprendido al ver a los cuatro pasajeros del asiento posterior y al
anciano del cuello duro con las margaritas. Sus ojos pasaron por el
rostro de Clara, deteniéndose un segundo en su boca, en su mentón; de
adelante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquilinas, de la
señora de los gladiolos, hasta que el muchacho se dio vuelta para
mirarlos como aflojando. Clara midió su acoso de minutos antes por el
que ahora inquietaba al pasajero. “Y el pobre con las manos vacías”,
pensó absurdamente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus ojos
para parar aquel fuego frío cayéndole de todas partes.
Sin detenerse el 168 entró en las dos curvas que dan acceso a la
explanada frente al peristillo del cementerio. Las muchachitas vinieron
por el pasillo y se instalaron en la puerta de salida; detrás se
alinearon las margaritas, los gladiolos, las calas. Atrás había un grupo
confuso y las flores olían para Clara, quietita en su ventanilla pero
tan aliviada al ver cuántos se bajaban, lo bien que se viajaría en el
otro tramo. Los claveles negros aparecieron en lo alto, el pasajero se
había parado para dejar salir a los claveles negros, y quedó ladeado,
metido a medias en un asiento vacío delante del de Clara. Era un lindo
muchacho sencillo y franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un
tenedor de libros, o un constructor. El ómnibus se detuvo suavemente, y
la puerta hizo un bufido al abrirse.
El muchacho esperó a que bajara la
gente para elegir a gusto un asiento, mientras Clara participaba de su
paciente espera y urgía con el deseo a los gladiolos y a las rosas para
que bajasen de una vez. Ya la puerta abierta y todos en fila, mirándola y
mirando al pasajero, sin bajar, mirándolos entre los ramos que se
agitaban como si hubiera viento, un viento de debajo de la tierra que
moviera las raíces de las plantas y agitara en bloque los ramos.
Salieron las calas, los claveles rojos, los hombres de atrás con sus
ramos, las dos chicas, el viejo de las margaritas. Quedaron ellos dos
solos y el 168 pareció de golpe más pequeño, más gris, más bonito. Clara
encontró bien y casi necesario que el pasajero se sentara a su lado,
aunque tenía todo el ómnibus para elegir. Él se sentó y los dos bajaron
la cabeza y se miraron las manos. Estaban ahí, eran simplemente manos;
nada más.
—¡Chacarita!— gritó el guarda. Clara y el pasajero contestaron su
urgida mirada con una simple fórmula: “Tenemos boletos de quince.” La
pensaron tan sólo, y era suficiente. La puerta seguía abierta. El guarda
se les acercó. —Chacarita —dijo, casi explicativamente. El pasajero ni
lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.
—Voy a Retiro —dijo, y le mostró el boleto.
Marca marca boletero un
boleto azul o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento,
mirándolos; el guarda se volvió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta
trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó velocidad con
bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el
estómago de Clara. Al lado del conductor, el guarda se tenía ahora del
barrote cromado y los miraba profundamente. Ellos le devolvían la
mirada, se estuvieron así hasta la curva de entrada a Dorrego. Después
Clara sintió que el muchacho posaba despacio una mano en la suya, como
aprovechando que no podían verlo desde adelante. Era una mano suave, muy
tibia, y ella no retiró la suya pero la fue moviendo despacio hasta
llevarla más al extremo del muslo, casi sobre la rodilla. Un viento de
velocidad envolvía al ómnibus en plena marcha.
—Tanta gente —dijo él, casi sin vos—. Y de golpe se bajan todos.
—Llevaban flores a la Chacarita —dijo Clara—. Los sábados va mucha gente
a los cementerios. —Sí, pero… —Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó…?
—Sí —dijo él, casi cerrándole el paso—. Y a usted le pasó igual, me di
cuenta. —Es raro. Pero ahora ya no sube nadie. El coche frenó
brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia
adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche
temblaba como un cuerpo enorme. —Yo voy a Retiro —dijo Clara. —Yo
también.
El guarda no se había movido, ahora hablaba iracundo con el
conductor. Vieron (sin querer reconocer que estaban atentos a la escena)
cómo el conductor abandonaba su asiento y venía por el pasillo hacia
ellos, con el guarda copiándole los pasos. Clara notó que los dos
miraban al muchacho y que éste se ponía rigido, como reuniendo fuerzas;
le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba en el suyo. Entonces
aulló horriblemente una locomotora a toda carrera, un humo negro cubrió
el sol. El fragor del rápido tapaba las palabras que debía estar
diciendo el conductor; a dos asientos del de ellos se detuvo,
agachándose como quien va a saltar. el guarda lo contuvo prendiéndole
una mano en el hombro, le señaló imperioso las barreras que ya se
alzaban mientras el último vagón pasaba con un estrépito de hierros. El
conductor apretó los labios y se volvió corriendo a su puesto; con un
salto de rabia el 168 encaró las vías, la pendiente opuesta.
El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar suavemente. —Nunca me
pasó una cosa así —dijo, como hablándose.
Clara quería llorar. Y el
llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía
conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte
de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse
tirando de la campanilla y descendiendo en la primera esquina. Pero todo
estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de bajarse, de
apartar esa mano que de nuevo había apretado la suya. —Tengo miedo
—dijo, sencillamente—. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas
en la blusa. Él la miró, miró su blusa lisa. —A mí a veces me gusta
llevar un jazmín del país en la solapa —dijo—. Hoy salí apurado y ni me
fijé. —Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a Retiro. —Seguro,
vamos a Retiro. Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
—¿No se podría levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aquí adentro. Él
la miró sorprendido, porque más bien sentía frío. El guarda los
observaba de reojo, hablando con el conductor; el 168 no había vuelto a
detenerse después de la barrera y daban ya la vuelta a Cánning y Santa
Fe. —Este asiento tiene ventanilla fija —dijo él—. Usted ve que es el
único asiento del coche que viene así, por la puerta de emergencia. —Ah
—dijo Clara. —Nos podíamos pasar a otro. —No, no. —Le apretó los dedos,
deteniendo su moviento de levantarse.— Cuanto menos nos movamos mejor.
—Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de adelante. —No, por
favor no.
Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se
hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a
la atracción de allá adelante, de esa cólera que les llegaba como un
silencio o un calor. El pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de
Clara, y ella acercó la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los
dedos, por el tibio acariciarse de las palmas. —A veces una es tan
descuidada —dijo tímidamente Clara—. Cree que lleva todo, y siempre
olvida algo. —Es que no sabíamos. —Bueno, pero lo mismo. Me miraban,
sobre todo esas chicas, y me sentí tan mal. —Eran insoportabes —protestó
él—. ¿Usted vio cómo se habían puesto de acuerdo para clavarnos los
ojos? —Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias —dijo
Clara—. Pero presumían lo mismo. —Porque los otros les daban alas
—afirmó él con irritación—. El viejo de mi asiento con sus claveles
apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue a los de
atrás. ¿Usted cree que todos…? —Todos —dijo Clara—. Los ví apenas había
subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida San Martín, y casi en seguida me di
vuelta y vi que todos, todos… —Menos mal que se bajaron.
Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se habría en cruz
acusándose de algo en su alto quiosco. El conductor salió del asiento
como deslizándose, el guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó
con violencia y vino por el pasillo, mirándolos alternadamente, encogido
y con los labios húmedos, parapadeando. “¡Ahí da paso!”, gritó el
guarda con una voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y
el conductor corrió afligido a su asiento. El guarda le habló al oído,
dándose vuelta a cada momento para mirarlos. —Si no estuviera usted…
—murmuró Clara—. Yo creo que si no estuviera usted me habría animado a
bajarme. —Pero usted va a Retiro —dijo él, con alguna sorpresa. —Sí,
tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual. —Yo
saqué boleto de quince —dijo él — Hasta Retiro. —Yo también. Lo malo es
que si una se baja, después hasta que viene otro coche… —Claro, y además
a lo mejor está completo. —A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted
ha visto los subtes? —Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.
Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del
Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en
Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún
polícia de tráfico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos;
a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose con rabia,
como si le doliera. Clara sentía subírsele las rodillas hasta el pecho, y
las manos de su compañero la desertaron bruscamente y se cubrieron de
huesos salientes, de venas rígidas. Clara no había visto jamás el paso
viril de la mano al puño, contempló esos objetos macizos con una humilde
confianza casi perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los
viajes, de las colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería
de la gente, de la paciencia. Después callaron, mirando el paredón
ferroviario, y su compañero sacó la billetera, la estuvo revisando muy
serio, temblándole un poco los dedos.
—Falta apenas —dijo clara, enderezándose—. Ya llegamos. —Sí. Mire,
cuando doble en Retiro, nos levantamos rápido para bajar. —Bueno. Cuando
esté al lado de la plaza. —Eso es. La parada queda más acá de la torre
de los Ingleses. Usted baja primero. —Oh, es lo mismo. —No, yo me
quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy
paso. Usted tiene que levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta;
entonces yo me pongo atrás. —Bueno, gracias —dijo Clara mirándolo
emocionada, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación de sus
piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168 tendría paso libre en
la esquina de la plaza; temblándole los vidrios y a punto de embestir
el cordón de la plaza, tomó el viraje a toda carrera.
El pasajero saltó
del asiento hacia adelante, y detrás de él pasó veloz Clara, tirándose
escalón abajo mientras él se volvía y la ocultaba con su cuerpo. Clara
miraba la puerta, las tiras de goma negra y los rectángulos de sucio
vidrio; no quería ver otra cosa y temblaba horriblemente. Sintió en el
pelo el jadeo de su compañero, los arrojó a un lado la frenada brutal, y
en el mismo momento en que la puerta se abría el conductor corrió por
el pasillo con las manos tendidas. Clara saltaba ya a la plaza, y cuando
se volvió su compañero saltaba también y la puerta bufó al cerrarse.
Las gomas negras apresaron una mano del conductor, sus dedos rígidos y
blancos. Clara vio a través de las ventanillas que el guarda se había
echado sobre el volante para alcanzar la palanca que cerraba la puerta.
Él la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la plaza llena de
chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como
de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el
césped, los canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente. El
florista estaba a un lado de la plaza, y él fue a parase ante el canasto
montado en caballetes y eligió dos ramos de pensaminetos. Alcanzó uno a
Clara, después le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y
pagaba. Pero cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo)
cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario