Todas las mañana cuando salía de casa con el perro el loro de la vecina empezaba a gritar y provocar los más chirriantes sonidos, Sultán, que así se llamaba el perro, odiaba al pájaro con toda su alma y comenzaba a ladrarle provocando más de una queja entre el vecindario. Sin embargo, esa mañana nadie molestó a Sultán y el loro no había armado el escándalo habitual.
Luis no le había dado importancia a ese hecho. Pensó que tal vez su vecina, debido a las quejas del resto de vecinos, había decidido guardar a su mascota en el interior de la casa.
La sorpresa de Luis fue mayúscula cuando al buscar a Sultán en el jardín trasero, que era parte de la comunidad de vecinos, fue testigo de cómo su perro excavaba un agujero en la tierra con el loro en la boca. Rápidamente y de un salto le quitó el pájaro de la boca, comprobando que ya estaba muerto.
Asustado y sin saber qué hacer, limpió del loro la sangre y restos de tierra, y decidió colocarlo en la jaula en la que su vecina tenía al animal normalmente. Ocultó toda prueba de que Sultán había asesinado al loro y trató de hacer una vida lo más normal posible, pensando que tal vez al encontrar al loro muerto en la jaula no investigaría su muerte, y pensaría que había muerto de alguna enfermedad.
Aproximadamente una hora después escuchó gritos y llantos en la casa de su vecina. Se acercó al lugar para tratar de consolarla, como lo hubiera hecho en una situación normal para no levantar sospechas.
Ante los llantos sacó todo un arsenal de consuelos, le dijo que el loro había tenido una vida feliz, que pronto podría comprar otro pájaro que le hiciera compañía, etc.
Sin embargo los llantos y gritos de la mujer no sólo eran de tristeza e impotencia. Tenía un miedo atroz, pues el loro había muerto la noche anterior y ella lo había enterrado esa misma mañana en el jardín de la parte trasera.
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