Una de las leyendas urbanas que por desgracia se han tornado realidad más veces es la de drogadictos que ocultan las agujas que utilizan para drogarse en lugares estratégicos como asientos del cine o la arena de la playa…
Maite se disponía a pasar un agradable
día de playa con su familia. Los niños, al detenerse el coche en el
parking que había a pocos metros del mar, salieron corriendo hacia la
arena mientras ella y su marido bajaban del coche las bolsas de toallas,
la pequeña nevera portátil donde llevaban las bebidas, la sombrilla y
un par de bolsas mas con los juguetes de los pequeños.
Sin embargo la armonía y la felicidad
pronto se vio truncada cuando Sara, la más pequeña de la familia,
empezó a llorar como loca mientras se sujetaba uno de sus pequeños
piececitos con las manos. Maite y su marido corrieron de inmediato a su
rescate, probablemente se habría cortado con algún cristal enterrado en
la arena. Pero por desgracia todo era mucho peor de lo esperado.
La pequeña Sara parecía tener algo
clavado, un pequeño trozo de metal que Maite inmediatamente reconoció
como una aguja, extrajo el fragmento que parecía haberse roto y buscó
rápidamente entre la arena el otro trozo para evitar que alguien más se
lo pudiese clavar. Su corazón dio un vuelco cuando tras remover un poco
bajo sus pies encontró una jeringuilla con restos de sangre fresca que
alguien había enterrado con la aguja apuntando hacia arriba. Estaba
claro que algún desalmado la había situado de esa forma, como si se
tratara de una trampa para animales, para que algún despistado la
pisara.
Maite y su marido de inmediato decidieron llevar a la niña al hospital cercano para que le realizaran unas pruebas
y comprobaran si la sangre que había en la jeringuilla estaba
contaminada con algún tipo de droga. El médico de guardia trató de
tranquilizar a los padres, explicándoles que era muy improbable que al
pisar una jeringuilla la droga se pudiese haber inoculado en su torrente
sanguíneo. Aún así y para que estuvieran más tranquilos realizarían una
prueba de sangre tanto a la niña como con la muestra que había en la
jeringuilla. Dentro de un par de días tendrían los resultados.
Salvo por un poco de dolor en la planta
del pie, Sara se recuperó tan rápido que sus padres prácticamente habían
olvidado el suceso y cuando dos días después recibieron una llamada del
hospital se quedaron sorprendidos. El médico les citó en su consulta, nos les dio más información al respecto por lo que quedaron muy preocupados.
El doctor les pidió que se sentasen y
les confirmó que en la sangre de la jeringuilla había un agente nocivo,
heroína, obviamente días después del incidente y sin haber sufrido la
niña ningún percance, la droga no había causado ningún daño. Pero lo más
alarmante es que la sangre estaba infectada con SIDA y la muestra que
el matrimonio llevó era bastante fresca por lo que era posible que se hubiera producido un contagio.
Pidió serenidad al matrimonio que había
estallado en llanto y les dijo que las posibilidades de que Sara
hubiese sido infectada eran muy bajas. Aún así por prevención debería
realizarse un análisis de sangre pasados unos meses, para ver si tenía los anticuerpos en su sangre.
Maite al llegar a casa empezó a buscar información en internet al respecto y quedó asustada al ver la cantidad
de casos de contagio y de personas que se habían pinchado
“accidentalmente” con una jeringuilla infectada. Al parecer algunos
drogadictos con el virus del SIDA
dejaban las agujas en lugares estratégicos como las sillas del cine,
buzones, máquinas de refrescos, en parques infantiles o como era el caso
de su hija enterradas en la arena de la playa . Lo hacían con la
intención de contagiar a la mayor cantidad de gente posible sabiéndose
deshauciados y con pocos años de vida. Incluso se habían dado casos en
los que aprovechando la aglomeración de un concierto o una fiesta
pinchaban aleatoriamente a la gente mientras estaba distraída, ellos
simplemente sentían una punzada y hasta meses o años después, cuando se
hacían un análisis de sangre o enfermaban, no sabían que eran seropositivos.
Aún así las posibilidades de contagiarse
eran realmente bajas y había estudios en hospitales de EEUU en los que
se afirmaba que sólo 15 entre 1.000 personas que se habían cortado o
pinchado con material quirúrgico contaminado habían contraído el virus.
Maite se agarró como un clavo ardiendo a esa estadística para
tranquilizarse y aguantar los tres meses que le había indicado el doctor
que debían esperar para realizar la segunda prueba de sangre, hacerla
antes podría indicar un falso negativo.
El tiempo transcurrió y Sara que acababa de cumplir los cuatro añitos se realizó un segundo análisis,
los resultados no podían ser más devastadores, había sido contagiada y
debería vivir los pocos años que le quedaran de vida medicándose para
ralentizar lo máximo posible la enfermedad y que esta se agravase.
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