Carola y yo siempre fuimos las mejores amigas.
Ayer ella me invitó a su casa, a jugar y a que me quedara a dormir. La
verdad, no supe si aceptar su invitación, porque aunque tengo ya ocho
años, jamás me animé a quedarme en la casa de nadie.
— No te preocupes— me dijo ella —todo estará bien.
Acepté y me fui con ella luego de la
escuela. Jugamos hasta el anochecer, cenamos, y su madre nos dejó ver
una película antes de ir a dormir. Cuando llegó la hora de acostarse, me
di cuenta de un problema.
La habitación de Carola tiene las dos camas
(la de ella y la de su hermana mayor, que se fue de viaje) separadas
por el espacio que ocupa la mesita de luz. Pero arriba de la misma, no
hay una lámpara que encender durante la noche.
Traté de ser fuerte y no decir nada para no
quedar como una bebé, pero cuando nos acostamos y la mamá de Carola
apagó la luz, no pude evitar sentir miedo.
— ¿Qué pasa? — me preguntó mi amiga.
— Nunca te dije, pero tengo mucho miedo a la oscuridad— contesté.
— No
tiene nada de malo, es algo muy común. Tengo una idea: saca la mano que
tienes de mi lado y toma la mía, así no tendremos miedo.
Me pareció un buen plan, y cumplí lo que me
dijo. Cuando por fin sentí su mano aferrada a la mía, mi miedo
desapareció, y pude dormir.
Esta mañana, desperté acurrucada contra la
almohada, y agradecí que Carola me diera valor para quedarme. Noté que
ella también estaba despierta, y le dije gracias.
— No fue nada, sólo tuve que hacer esto... — e intentó darme la mano.
Pero cuando yo también quise tomársela,
descubrimos que por más que nos esforzáramos, jamás alcanzaríamos una la
mano de la otra desde la cama.
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